Por Víctor Uribe
No estaba siendo un día productivo. Las horas se acortaban y los pendientes alargaban el cuello por la ventana. Las pequeñas tareas se apoderaban de los minutos como si éstos transcurrieran para satisfacer sus caprichos minúsculos.
Y luego salir a comprar comida y regresar a lavarlo todo, porque el virus, de tan pequeño, abarcaba todos los rincones del miedo. Y cocinar. Y comer, conscientes de las goteras del tiempo, que al rato eran chorros de vida agrietando la jornada. Porque uno tendría que ser más productivo.
Y así se fueron inflando los minutos hasta que empezaron a flotar y a escapar por la puerta de la azotea. Porque la tarde no los detenía. Al contrario, entraba el viento a regarlos por la habitación, a revolverlos con el polvo y los papeles, empujándolos sutilmente hasta que oscurecía.
Y esa noche nos enteramos de que el encierro iba a extenderse, y la vida se nos encogió con cada palabra de la noticia. Las sílabas de los meses se hincharon ―de junio a septiembre―, mientras el aliento se nos adelgazaba imaginando otra temporada de calles vacías y sirenas, de insomnio y nostalgia, de ansiedad robusta y la paciencia hecha andrajos.
Vendrán más días y noches como éstos, jugando a ser los mismos de antes, intercambiando rutinas y turnándose en el calendario para confundirnos, aunque sus pasos suenen idénticos al acercarse a la puerta para escapar en cuanto nos demos la vuelta, dejándonos temblorosos, improductivos.
