Por Víctor Uribe
I
Recuerdan que la noche era queda
y que las lámparas regaban su tedio
en la calle terrosa.
El insomnio iluminaba un par de ventanas
y las entrañas de las paredes crujían
como sibilas entonando un presagio.
Las sombras resguardaban las puertas,
se fingían centinelas junto a los muros
y se hinchaban sin pudor en los patios.
Hubo un silencio,
después ladridos,
luego disparos.
Algunos recuerdan el cuerpo desplomado
en la banqueta
y cómo la sangre abandonaba
su laberinto de arterias y venas.
Los brazos yacían derrotados contra el suelo;
sobre el pavimento
pesaban los escombros de un joven
con un nombre,
una voz,
un pasado.
A la bala que mutilaba su frente
se sumaba el esbozo de un grito
enmudecido en sus labios.
Hay quien recuerda
la súplica abandonada en su entrecejo,
hay quien evoca la mirada fija
en un horizonte ajeno a los vivos.
Antes de que las patrullas viciaran la madrugada
con la noria bicolor de sus torretas,
las luces detrás de las cortinas
parpadeaban indecisas
temerosas de atraer nuevos disparos.
Sólo una mujer se apresuró a la calle.
Algunos recuerdan la urgencia de sus pasos
y el nombre que gritó
cuando halló el cuerpo en el asfalto.
II
Dos cuerpos yacen en la noche fría.
Ella lo abraza, lo observa entre lágrimas,
pero aquellos ojos que reflejan sin mirarla
son como las ventanas límpidas
de una casa recién abandonada.
La mujer lo llama entre sollozos,
insiste,
recuerda,
conjura,
como si quisiera poblar con su voz
aquellas entrañas deshabitadas.
El rostro frente a ella
repite la trama de sus rasgos:
el mismo dibujo de la boca,
las mismas pinceladas de piel,
el trazo ovalado de los ojos
e incluso la rima de ciertos gestos.
Pero el espejo de dos generaciones se ha roto
y la mujer no tiene más hijo
en quien reflejar su vida.
En unas horas
la mujer se enfrentará al féretro,
oirá los padresnuestros
y sentirá que un silencio íntimo
le come los huesos.
Ningún rezo podrá suturar el desgarro
de sus entrañas,
ninguna oración recreará en sus brazos
la sensación de ese cuerpo
al que acunó desde el vientre,
al que resguardó de temores
y vio crecer y parecerse
–no sin sentirse angustiada–
al hombre que moraba en su sangre,
a quien el joven jamás conoció
porque otra arma,
en otro año y en otras manos,
lo asesinó.
III
Por la puerta entreabierta
se veía la ropa amontonada en la cama,
el reguero de papeles en el piso
y un tufo de comida
que anidaba en algún rincón
junto a la ventana.
La mujer evitó entrar:
cada sombra lucía más oscura
que el fondo de aquella fosa
donde sepultó su esperanza;
cada objeto era un abismo,
una zanja de silencio
que la hacía tropezar
con el filo de algún recuerdo.
En la habitación
se escurría un pálido resplandor
similar al de aquella madrugada,
pero sin el crujir
del viejo costillar de la cama,
de la cansada osamenta del armario
ni del marco de la ventana
por la que ella se asomó
tras los disparos.
En la noche sin horas,
su mirada deambuló por los tapices de luz
que el alumbrado adhería a las paredes;
su oído atento a las cortinas de silencio
que cada tanto se abrían
a unos pasos devorados por la calle
o a un racimo de voces cercanas
que se marchitaba en las sombras.
Apenas cerraba los ojos,
el sueño huía de sus párpados
y en su lugar se erguía
la puerta entornada
al otro lado del pasillo.
La mirada de la mujer
vaciló por el tajo oscuro
entre el marco y la puerta,
igual que horas atrás
titubeó ante la sepultura,
como si el ataúd en el fondo
o la habitación desarreglada y vacía
fueran intermitencias de un sueño
del que sólo se despierta en agonía.