Por Víctor Uribe
El viento desnuda sin prisa
las frondas de los árboles vecinos.
La mujer observa
las hojas tiritar en el jardín,
las ve mecerse
y sacudir sus últimos verdores,
hasta que una ráfaga furtiva
rompe el nudo de corteza
que las ata a la copa.
Incapaces de sostener el vuelo,
las hojas dibujan al caer
los caminos que el viento
oculta a la mirada.
Sobre las plantas y la tierra,
sobre el lomo frío
de la escalera cercana,
la hojarasca trama
una alfombra de crujidos
que la mujer recorre descalza
cuando nadie la mira.
Pero esta tarde
en que el viento adelgaza las frondas
y exhibe en las ramas
las primeras nervaduras del invierno,
el andar de la mujer vacila.
Al detenerse bajo el fresno,
ella hunde la mirada
en el domo de tallos
que tachan el cielo.
Absorta,
sigue los garabatos de la madera
–sus esbeltas torciones,
sus muñones y meandros–
que poco a poco figuran
la caligrafía de un ritual,
la estela de un despojo.
El viento no cesa
de trasquilar al fresno
ni de afilar a su paso
las esquirlas de la edad
que asolan en silencio a la mujer.
En tardes como ésta,
su cuerpo
se convierte en un aquelarre de nervios,
en un hervidero de astillas.
Pero ella no retrocede.
Adivina en aquellas ramas
que reparten signos en su vaivén,
en los trazos de ese relámpago vegetal,
un abecedario del ocaso
que también se ha escrito en sus venas.
Dentro de unas semanas,
las hojas se sumarán al polvo
y a la tierra
llagada por el sol invernal.
El rumor de la hojarasca va a diluirse
en un golfo de tardes solitarias.
Llegarán semanas sin viento
y luego vendrán los meses
a arrancar retoños a los troncos
que eran pulpa seca.
Vendrá la vida,
pero no la mujer,
a pisar la hierba nueva.